martes, 5 de enero de 2016

Dicen que nací muerto.


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Dicen que nací muerto.

La que no era madre aún, y quizá nunca lo fuera, gemía y se retorcía en el lecho, sumisa, resignada y obediente intentando parir no solo con el sudor de su frente, sino con puñales que la atravesaban, porque Dios así lo quería.  Dos eternos días en que ya los gemidos dejaron de oírse y el dolor y la resignación habían anestesiado a la parturienta.

Las vecinas y familiares iban de la alcoba a la cocina, hablando en susurros, sin atreverse a decir lo que pensaban. Otras rezaban junto a la abuela que no dejaba de santiguarse y de rogar a la santísima virgen.

El abuelo maldecía todo lo que había que maldecir mentando a los dioses y los santos. Sentado en el portal de la casa, sin comer ni dormir, sin querer hablar con nadie, acompañado solo por su cuarterón de tabaco, con la mirada perdida en el vacío. Había perdido a su anterior mujer en su primer parto, y se había quedado sin el hijo deseado. Ahora volvía a pasar igual, -mecagüen dios- era lo único que mascullaba sin dejar de fumar.

Aquel niño, yo, salió a la luz por fin, inmóvil, amoratado, sin dar ni un ruido, encogido como un harapo.

Las lágrimas de las mujeres resbalaban por sus mejillas conteniendo los gemidos intentando ocultar el presagio.

Diese prisa el médico para ver si podía hacer algo. Primero, echar a las mujeres para no oír sus gritos y lamentos. Después volteó de arriba abajo al crío, lo zarandeó bien, le zurró de cachetes en el culo. Al rato pareció oírse un gemido,  el gemido se convirtió en sollozo, las manos y los pies del niño se crisparon y convulsionaron, el color se fue avivando.

            El médico gritaba: ¡ya está aquí, ya le tenemos! Mientras, seguía zarandeándolo y se carcajeaba de su propio éxito, y acto seguido, llamar a las mujeres y entregárselo para que lo lavaran a la vez que él también echaba mano de la palangana.

Sucesos similares debían acaecer a menudo en el pueblo, la gente ya estaba preparada para lo peor  pero no por ello dejaban de sufrir,  ni de buscar un nuevo vástago, pues se tenían hijos porque no existían métodos anticonceptivos y porque también eran herramientas para arrancar algo más a la árida tierra.

Cuando no era el niño, era la madre, y a veces ambos, quienes morían en el nacimiento.

Al abuelo ya le había pasado eso antes con otra mujer y con el hijo que no tuvo. Los perdió a los dos. Ahora por fin, respira hondo, aspira el humo del cigarro con fuerza ensanchando el pecho, lo expulsa después lejos llenando el portal mientras se escancia vino del jarro.
 
 

 

domingo, 3 de enero de 2016

LA CULTURA DE LA IGNORANCIA

"Cualquier ataque formal sobre la ignorancia está condenado al fracaso porque las masas están siempre dispuestos a defender su posesión más preciada: su ignorancia."  -
Hendrik Willem van Loon