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martes, 6 de julio de 2010

Experiencias vampíricas

Desde muy niño mantuve relaciones con vampiros.
Tenía yo la sangre muy dulce.
Nunca vi en ellos ásperas alas peludas, ni caras demacradas, ni capas negras.
Se acercaban a mí en forma de ángeles protectores.
Me susurraban al oído con voz aterciopelada.
Me envolvían con cálidas caricias.
Los vampiros son seres fantásticos para las jóvenes vírgenes ingenuas, deseosas de ser admiradas, como yo.
Por otro lado, yo no creía en los vampiros. Sabía certeramente que eran leyendas de películas y novelas de miedo.
Hoy se que existen de verdad.
Realmente estamos rodeados de ellos, pero nunca se manifiestan como son.
Usan nombres comunes de personas, como por ejemplo: Antonio, Juan, Rafael, Carmen, Elena, Marta, Francisco, Augusto.
Son tímidos o afables. Se esconden tras de amplias sonrisas.
Llegas a desearlos, antes de que su caricia se deslice por tu piel.
Cuando, al fin me besaron en el cuello, me derramé en escalofríos de placer.
Pero el éxtasis llegó cuando penetraron en mis venas y sorbieron mi sangre, primero aspirándola suavemente de gozo, después a dentelladas y borbotones.
Permanecí un tiempo insomne, anestesiado.
Cabalgaba en los bordes del dolor y del placer.
Me sentía yo porque ellos me chupaban.
Al dar mi sangre me daban la vida.
Yo no era nada sin ellos.
Me hice un adepto suyo y les buscaba otras jóvenes de cuellos largos y turgentes senos ansiosas de afecto.
Me gratificaban oliendo un poco de su sangre.
Comenzaba a gustarme ser vampiro.
Mientras, mi sangre les hacía inmortales.

Por ese camino desemboqué en la cara de la muerte.
Contemplé mi alma diluirse río abajo
La muerte me animó a seguir viviendo.
Viajé durante algún tiempo con la mochila cargada de estacas por si me encontraba con algún vampiro.
Más tarde comprendí que, si a los vampiros no les miras, ellos no te ven.