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Dicen
que nací muerto.
La que no era madre aún, y
quizá nunca lo fuera, gemía y se retorcía en el lecho, sumisa, resignada y
obediente intentando parir no solo con el sudor de su frente, sino con puñales que
la atravesaban, porque Dios así lo quería.
Dos eternos días en que ya los gemidos dejaron de oírse y el dolor y la
resignación habían anestesiado a la parturienta.
Las vecinas y familiares
iban de la alcoba a la cocina, hablando en susurros, sin atreverse a decir lo
que pensaban. Otras rezaban junto a la abuela que no dejaba de santiguarse y de
rogar a la santísima virgen.
El abuelo maldecía todo lo
que había que maldecir mentando a los dioses y los santos. Sentado en el portal
de la casa, sin comer ni dormir, sin querer hablar con nadie, acompañado solo
por su cuarterón de tabaco, con la mirada perdida en el vacío. Había perdido a
su anterior mujer en su primer parto, y se había quedado sin el hijo deseado.
Ahora volvía a pasar igual, -mecagüen dios- era lo único que mascullaba sin
dejar de fumar.
Aquel niño, yo, salió a la
luz por fin, inmóvil, amoratado, sin dar ni un ruido, encogido como un harapo.
Las lágrimas de las
mujeres resbalaban por sus mejillas conteniendo los gemidos intentando ocultar
el presagio.
Diese prisa el médico para
ver si podía hacer algo. Primero, echar a las mujeres para no oír sus gritos y
lamentos. Después volteó de arriba abajo al crío, lo zarandeó bien, le zurró de
cachetes en el culo. Al rato pareció oírse un gemido, el gemido se convirtió en sollozo, las manos
y los pies del niño se crisparon y convulsionaron, el color se fue avivando.
El
médico gritaba: ¡ya está aquí, ya le tenemos! Mientras, seguía zarandeándolo y
se carcajeaba de su propio éxito, y acto seguido, llamar a las mujeres y
entregárselo para que lo lavaran a la vez que él también echaba mano de la
palangana.
Sucesos similares debían
acaecer a menudo en el pueblo, la gente ya estaba preparada para lo peor pero no por ello dejaban de sufrir, ni de buscar un nuevo vástago, pues se tenían
hijos porque no existían métodos anticonceptivos y porque también eran herramientas
para arrancar algo más a la árida tierra.
Cuando no era el niño, era
la madre, y a veces ambos, quienes morían en el nacimiento.
Al abuelo ya le había pasado eso antes
con otra mujer y con el hijo que no tuvo. Los perdió a los dos. Ahora por fin,
respira hondo, aspira el humo del cigarro con fuerza ensanchando el pecho, lo
expulsa después lejos llenando el portal mientras se escancia vino
del jarro.
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