Tuvo
la suerte, más bien la desgracia, de asistir a su propia muerte, a su funeral y
a su entierro.
No estaban en él todos los que debieran y algunos de los que
estaban como las moscas cojoneras estorbando en todos los sitios.
La muerte
entierro funeral fiesta no fue todo lo grande que el finado creía merecer,
mejor no haberlo visto.
Fue una experiencia desagradable, menos por vivir la
propia muerte más porque hubo poca pena.
Era un muerto indiferente.
Solo
algunas personas lloraron de verdad la pérdida, otras más daban el pésame
educadamente pero la mayoría estaban por estar, porque les pilló allí el
suceso, por hábito o por obligación moral.
Para esto no merece la pena vivir, o
mejor dicho, no vale la pena morirse.
Cuando uno se muera que se esté de verdad
muerto. Seguramente todos habremos asistido alguna vez, más de una vez, a
nuestro propio entierro pero ninguna experiencia tan mala como la primera.
Es
preferible matarse antes que asistir a la propia muerte.
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